lunes, 14 de septiembre de 2009

INTERSECCIONES

Keats, ajeno de error, puede pensar que el ruiseñor que lo encanta

es aquel mismo que oyó Ruth en los trigales de Belén de Judá.

Jorge Luís Borges

No un ahora cerrado donde se eliden pasado y futuro,

sino un punto móvil de intersecciones temporales.

María Esther Maciel

La última vez que la vi fue en el Cory, un café un tanto socialité en medio de un mall céntrico, y rodeado de tiendas que habían sido lujosas unas décadas antes. Traía sus tres libros publicados, y fue lo primero que puso encima de la pequeña mesita antes que llegaran las tacitas de café. Para hacer notar mi cobardía de poeta inédito. Sentí como esos tres libros eran el pedestal sobre el que ella se ubicaría durante nuestra conversación para marcar nuestras diferencias. Pero me equivoqué, conversamos sobre literatura, de amigos comunes, de lugares que ambos conocíamos, y la charla fue grata, tranquila, de igual a igual como la de dos viejos amigos. Los que nos vieron ese día habrán pensado que nos conocíamos desde mucho tiempo atrás.

Y no se equivocaban, unos pocos años antes nos habíamos cruzado varias veces sin reconocernos en una larga calle empedrada. Yo aun ejercía el cargo de rabdomante en una gran compañía que explotaba minerales en el norte del país. No tengo el recuerdo preciso de algunas de esas intersecciones azaristicas, por esos soles yo aun andaba en la búsqueda de una reina perdida y mi atención estaba dedicada a encontrarla. Sí puedo recordar el empedrado de esa calle y sus altos y vetustos árboles.

Y aun antes nos habíamos encontrado ya en las calles de una ciudad del mismo norte donde aquella compañía extraía lo metales y sus ganancias por la plusvalía. Esos encuentros fueron eso sí mas recurrentes, ella nació y vivió en esa lejana ciudad sin lluvias donde todas las calles daban al mar, y yo trabajé muchos años en ese desierto sudoroso. Como no era una ciudad muy grande es fácil apostar que mas de alguna vez llegamos incluso a escucharnos, aunque sin reconocer nuestros rostros. En muchas ocasiones conversé con una de sus hermanas, la que repetía sus ojos en la dulce amabilidad de una amistad circunstancial.

El 4 de septiembre de 1789 solo la había divisado de lejos. Yo por ese entonces trabajaba como jardinero en la quinta de la Baronesse de Signy. Ella apareció encabezando la turba que incendió la mansión y arrastró a la baronesa hasta la plaza donde fue guillotinada esa misma tarde acusada de ser la amante de Monseñor de Rohan, el antes respetado cardenal. Su imagen arengando el tumulto al grito de ‘á bas les chien de la monarchie’ y con los jirones de una bandera tricolor en una mano y en la otra un sable de caballería, asistió con terrorífica regularidad a muchas de mis pesadillas en los años siguientes.

Antes, en mi única peregrinación como monje del Real Monasterio Cisterniense de Santa María de Veruela, la volví a encontrar haciendo el Camino de Santiago. Habíamos llegado a media tarde a la abadía de la Santa Clara y nos detuvimos allí a comer algo y quitarnos del polvo del camino. No hacia mucho tiempo que Don Pedro I había entregado a Doña Berenguela de Espín, el Monasterio de Santa Clara La Real, y esta como abadesa cuidaba con celo de carcelero la clausura de sus monjas clarisas. Pero una carta del Obispo de Murcia nos permitió acceder al comedor donde se atendían las muy restringidas visitas familiares de las religiosas. Se nos permitió descansar allí unas horas, solo hasta las Vísperas para no interferir en la estricta liturgia del vedado lugar.

Estábamos poco antes de partir escuchando a la abadesa sobre la historia reciente del monasterio que había sido propiedad del emir Ibn Hud, y la última residencia de los emires musulmanes tras la caída del reino de Murcia en manos cristianas, cuando se acercó al pequeño grupo una monja clarisa descalza. Era ella, el hábito pobre, muy parchado, y la palidez mortecina de su cara y sus manos, mas sus pasos extrañamente silenciosos, la hacían parecer un fantasma antiguo y desolado, sentí de pronto que no era de este mundo, y para mis adentros pronuncié inconcientemente el Vade Retro. Saludó con una voz apenas audible y con los ojos bajos, y le susurró a la abadesa algo que no alcanzamos a escuchar. La abadesa de inmediato nos anunció que ya debíamos partir, y mientras nos poníamos de pie nuestras miradas se cruzaron. Dios me perdone, pero creí ver en su mirada el leve inicio de una sonrisa. Baje la cabeza en señal de respeto y me dirigí como avergonzado hacia nuestros bultos de viaje. Cuando salíamos al camino me volví a mirar por ultima vez el monasterio, y me pareció verla mirándonos tras la ventana enrejada de la sala donde habíamos vivaqueado. Pero de inmediato pensé (sic) que todas la monjas son iguales, y que no había razón para que fuera ella la que fisgoneaba a unos pobres monjes citerniences.

Pero la primera vez que nos encontramos frente a frente, de ello estoy seguro, fue en los tiempos del remoto reino de Egipto. Ella era una de las esclavas eslavas del séquito de Cleopatra Filopator Nea Thea, la divina Cleopatra VII, la última soberana de la dinastía de los Ptolomeos. La había comprado el secretario del Consejo Supremo, Esekpabluh, a una caravana de traficantes de esclavos que comerciaban entre Galich y el bajo Kemet. Su vasta cultura y su dominio de varias lenguas bárbaras hicieron que la Divina Ptolomea la agregara a su corte

En esa época yo era el piloto de la nave imperial, pues conocía muy bien los bajíos y las zonas rocosas ocultas en las riberas llenas de cañas y papiros donde había sido cazador de cocodrilos junto a mi padre. Llevábamos dos días de navegación por el sagrado Nilo. La reina había asistido a la ceremonia del sellado de la tumba de aquel Esekpabluh, su favorito, en Menfis, la ciudad de los muertos.

Yo caminaba por el puente llevando la tablilla con los dibujos de los peligros que se presentarían durante la navegación nocturna. Recuerdo como si fuera hoy, que se escucho el golpe blando y amortiguado de un hipopótamo muerto contra la proa cuando ella apareció con una cesta de higos camino al salón de la reina. La historia, siempre infiel, habla de las criadas Iras y Charmion, pero yo soy testigo, quizás el último, de que no fueron ellas. Sé que nuestras miradas se cruzaron con una tenaz intensidad, pues ese día en el Cory sus ojos me trajeron de inmediato desde el mas profundo rincón de la memoria el olor a algas y cañaverales podridos del gran río, y el inolvidable perfume de las hierbas y flores exóticas que la hermosa y enigmática hija de Trifena hacia quemar cuando estaba triste.

A Danica Sekul.

Santiago, Octubre de 2007

2 comentarios:

  1. Muy bello relato poetico.... me alegra que haya decidido continuar con su arte literario,

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  2. Banda: siempre es un placer leerlo!!!! Más que creación!!!!!

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