lunes, 28 de junio de 2010

LOS CUATRO ROLLOS DEL MAESTRO KONG

Sobre los roqueríos las algas como cabelleras de medusas sumergidas atan y desatan sus nudos con el ritmo caótico del oleaje, la espuma que es alba virgen cuando viene arremolinada en las cresta de las ola y rompe esplendecente en altos bufidos de animal prehistórico es apenas una sucia baba amarillenta cuando queda adherida a los recovecos de piedras y lagunillas de baja mar. La playa extensa, amarilla, tiene una huella oscura paralélela a la línea de marea, son todos los fragmentos que la mar vomitó en la pleamar, Allí hay basuras, trozos de troncos y ramas de árboles ahogados, también maderos de naufragios pintados con los vistosos colores de los botes de pescadores. Estaba yo admirando tal espectáculo cuando vi venir caminando calmadamente por la playa siguiendo el zigzagueante rastros de los despojos, a un viejo de larga cabellera blanca al igual que su barba terminada en punta sobre su pecho. Ya mas cerca lo reconocí, el Maestro Kong, era un viejo conocido de la aldea, un respetable anciano quien lejos de la mística y las creencias religiosas, enseñaba una filosofía práctica, como un sistema de pensamiento orientado hacia la vida y destinado al perfeccionamiento de uno mismo. Como solía decir; “El objetivo no es la "salvación", sino la sabiduría y el autoconocimiento.” Traía en sus brazos cuatro rollos muy antiguos de cuero de cabra en los que se alcanzaba a distinguir los extraños grafos de la secta de los Censores de la Luz. Se detuvo frente a mi y como si ya supiera quien era yo, me sonrió alcanzándome los rollos, los tomé sorprendido sin entender el porque de aquel regalo inesperado, bajó su cabeza en un gesto de despedida y siguió caminando en la misma dirección que traía, bordeando los despojos de la pleamar. De pronto se detuvo a unos pocos pasos de mi y volviéndose me dijo en una voz apenas audible: “Leer sin meditar es una ocupación inútil", y siguió su camino hasta que se perdió tras unos grandes roquerío que cortaban la playa e iniciaban el camino hacia un alto bosque de pinos. Curioso fui desenrollando cada rollo y leyendo su contenido: El primer rollo titulado Ta-Hio o Gran Ciencia era acerca de un viejo poeta ciego que fue escribiendo su vida en todos sus libros esperando que nadie nunca llegara a descifrarlos. El segundo se llamaba Chung-Yung o Doctrina del Medio y describía una extraña ciudad llamada Mumbaí donde la miseria humana se repartía por todos los rincones como si una maldición ancestral la hubiera marcado con el fuego de la podredumbre. El tercer rollo, se titulaba Lun-Yu o Comentarios Filosóficos y en el se describía un fragmento de una rara travesía marina en plena tormenta. Y el cuarto rollo, el más ajado y apenas leíble se llamaba Meng-Tse o Libro de Mencio y describía simplemente un atardecer.

Para los lectores curiosos los trascribo íntegros a continuación para su mayor sabiduría o incredulidad.


I

Hoy he releído los cuentos de Borges como si todos ellos fueran capítulos sueltos de una novela. Así lo creo. Borges tenía escrita una novela, una obra de enormes dimensiones en la que cada capítulo era un ajuste de cuentas con la tradición argentina y con la tradición europea que él había leído y que tan bien asimiló. No tengo la menor duda de que Borges empeñó varios años -algo así como los años perdidos de Jesús- en la redacción de esa magna eyaculación literaria que era su vida. Noveló su vida, que en definitiva eran los libros, pero al término de la escritura se dio cuenta de que todo cabía en un resumen, que la síntesis era la perfecta semblanza de todos sus renglones. De esta manera comenzó a reducir cada capítulo en una especie de macroestructura que los sostiene, un laberinto que no deja vislumbrar las dimensiones reales del trabajo: el tiempo circular, la novela policíaca, la literatura gauchesca, la filosofía de Shopenhauer, el sujeto moderno, los libros, las sagas, acaso la eternidad. “Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil”, escribe al inicio de "El muerto", en El Aleph. Por más que lo interpretemos como un recurso narrativo, considero que este cuento pertenece a una larga narración, una narración de la que no tenemos conocimiento; sólo podemos reconstruirla gracias a la imaginación y a la sospecha. Por eso Borges nos desdibuja el resto, nos lo anula como lectores. Sólo aspiramos a ser un personaje de sus narraciones, un muerto, como Otálora, que adivina al final de sus días que Bandeira es “una tosca divinidad”.

Creo que Borges quiso narrar la eternidad. Prefirió aglutinarla con la descripción del aleph y secuenció los porcentajes de finitud que nos resume en cada uno de sus cuentos. Por supuesto, cuando lo leemos, la tosca divinidad que traza nuestros pasos, es el propio Borges.


II

“Hemos llegado al fin a la antigua Ciudad de las Siete Islas, la que en el Mar de Omán se mira: Bombay, Bom Bahía, la Ciudad del Caos, la ciudad del Paraíso y del Infierno. Hemos llegado al amanecer y la primera puerta es la de la Miseria, la de los seres medio muertos que a duras penas sobreviven en los estercoleros, tumbados sobre los escombros, con la cabeza recostada sobre la inmundicia que hace que se pudran los sueños, que se pudran los sueños injustamente. Ya no sé lo que soy, hombre o difunto desgranando un rosario de angustia, una roja pesadilla llena de sobresaltos. Grita mi alma en este amanecer del desconsuelo, grita ante el paso de las escuálidas figuras con los rostros quemados y la piel enferma. Oh los cuerpos que milagrosamente se sostienen, semidesnudos, errantes, bajo las venenosas flechas del Monzón inclemente; puñados de huesos que andan sin rumbo, sonajas que rechinan dolorosas sobre la tierra negra del abandono. Esta es Bombay, en la que las bandadas de cuervos vigilan permanentemente cualquier migaja. Ya no sé si estoy vivo o un Caronte me lleva en su oscura barcaza. No veo su rostro, tan solo unos ojos inyectados en sangre. No me engañan las músicas que embalsaman el aire, ni el aroma dulzón del cardamomo, ni el humillo plácido del incienso sobre la pira de los sacrificios... Todo se desmorona. Filas de hombres sentados aguardan la limosna a las puertas de los cafetines infectos. Todo se desmorona... Niños con sus andrajos me piden tristemente unas rupias y sus palmas están agrietadas como mi conciencia. Esta es Bombay: la ciudad de los seres tullidos, la de los cuerpos cercenados ante un platillo con las pocas monedas de la dádiva. ¿Cómo puede latir mi corazón ante el hermano sin brazos y sin piernas, ante ese tronco vivo clavado en un charco, en Apollo Bunder, bajo el triunfo amarillo de un arco de basalto?

¿Cómo podré seguir aún con el recuerdo de aquel otro que sostiene en sus manos esa bola de carne, asomando del vientre como una pavorosa excrecencia? Esta sí, es Bombay, predio de Bahadur, narcotizada por el mar verde de Omán. Bombay, en la que pájaros nefastos devoran por las calles y por las aceras las podridas entrañas de las ratas;

Bombay, en la que todos los colores del mundo se dan cita con un tinte de antaño. La ciudad de los rostros marcados por el desasosiego, la de los sabios en cuclillas con turbantes que el aire hediondo deshilacha, como se deshilacha mi esperanza. Esta es Bombay: un té que sabe como saben las lágrimas. Esta es Bombay —me digo—, el gran bazar de la locura, un laberinto de callejas tomadas por mendigos dolientes y por artesanos; la ciudad de los mil oficios insignificantes y la de las empresas acristaladas de Nariman Point; la de las Torres del Silencio, donde los parsis abandonan a sus muertos para ser devorados por los buitres. Sí, la de los bellos rostros con un bindi en la frente, rojo como el agujero de un disparo. La de los cadáveres descomponiéndose en los árboles. La del ruido que no cesa nunca, la del fragor, la de la anarquía y las epidemias. El caos hecho ciudad; una ciudad de esencias irreconocibles. Sagrada y diabólica, maldita y áurea; la ciudad convertida en caos, el vertedero por el que sobrevuelan las rapaces. Sí Bombay, aquella dote pantanosa, con sus templos perdidos

y sus árboles gigantescos, de copas salpicadas de flores. La de los mohosos edificios de la colonia y las amplias avenidas, en donde se consumen los moribundos; la de los parques suntuosos por los que danzan monos de rostro envejecido. Bombay la patria de los adivinos y los encantadores de serpientes, la de los buques en la bruma, frente al puerto, cargados de semillas de coriandro y tumeric; la de los cuerpos atravesados por las agujas, la de los rostros desencajados y las cabezas acribilladas y diabólicas, con las greñas compactas por la cochambre. Oh sí, Bombay, Mumbay ahora, la ciudad del espíritu, la de las hetairas escondidas, acorraladas como pequeños animalillos eróticos, en guetos de perfume y escoria. Ciudad leprosa, amarga y dulce y agria, que día a día recorren la plantas descarnadas de quienes nada esperan en su búsqueda insomne, de cuantos olvidaron el sueño de una ciudad con las calles de oro. Bombay, la gusanera; la carcel de los desheredados, con mezquitas de esbeltos minaretes y palacios de un cuento delirante. Bombay la de las castas, la de las tribus, los clanes, las familias: jainas, judíos, cristianos, goanises, punjabis, gujaratis, sikhs altivos de apretado turbante. Bombay la de todos contra todos, Babel de mundos que se descomponen; prisión de almas traicionadas por un espejismo. Oh sí, Bombay, la del sol de naranja y el éxtasis permanente; la de las especias en el aire como un polen inaprensible. La de los saltimbanquis que se elevan sobre los muertos en una pirueta desgarradora, mientras Shiva Nataraja, el Bailarín Cósmico, inicia la Tandava violenta de la destrucción, la danza que sacude a las constelaciones... Bombay, la llaga abierta en el corazón de Asia, la ciudad del horror y la de las sonrisas apagadas por el desaliento, la terrible masala de milagro y de miedo, de injusticia y belleza, de cieno y melodía. Oh sí, Bombay, tu sangre enferma me ha hecho otro; tu herida es ya mi herida para siempre.”


III

“Entonces nos dimos a la vela, y tuvimos buena travesía hasta pasar los estrechos de Madagascar; pero ya hacia el norte de esta isla, y a cosa de cinco grados Sur de latitud, los vientos, que se ha observado que en aquellos mares soplan constantes del Noreste desde principios de diciembre hasta principios de mayo, comenzaron a soplar con violencia mucho mayor y más en dirección Oeste que de costumbre. El patrón, hombre experimentado en la navegación por aquellos mares, nos previno para que nos dispusiéramos a guardarnos de la tempestad, que en efecto, se desencadenó al día siguiente, pues empezó a formalizarse el viento llamado monzón del Sur. Creyendo que la borrasca pasaría, cargamos la cebadera y nos dispusimos para aferrar el trinquete; pero en vista de lo contrario del tiempo, cuidamos de sujetar bien las piezas de artillería y aferramos la mesana. Como estábamos muy enmarados, creímos mejor correr el tiempo con mar en popa que no capear o navegar a palo seco. Rizamos el trinquete y lo cazamos. El timón iba a barlovento. El navío se portaba bravamente. Largamos la cargadera de trinquete; pero la vela se rajó y arriamos la verga; y una vez dentro la vela, la desaparejamos de todo su laboreo. La tempestad era horrible; la mar se agitaba inquietante y amenazadora. Se afirmaron los aparejos reales y reforzamos el servicio del timón. No calamos los masteleros, sino que los dejamos en su lugar, porque el barco corría muy bien con mar en popa y sabíamos que con los masteleros izados el buque no sufría y surcaba el mar sin riesgo. Cuando pasó la tempestad largamos el nuevo trinquete y nos pusimos a la capa; luego largamos la mesana, la gavia y el velacho. Llevábamos rumbo Nordeste con viento Sudoeste. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento, cazamos las brazas de sotavento, halamos de las bolinas y las amarramos; se amuró la mesana y gobernamos a buen viaje en cuanto nos fue posible.”


IV

“El mejor “espectáculo” que jamás he visto ocurrió tarde en el Océano Indico. Eran en verdad inmenso. El escenario tenia un centenar de millas de ancho y tres de alto, y en él la naturaleza representó un drama que duró media hora: con dragones gigantescos, dinosaurios y leones que se movían por el cielo —¡cómo se hinchaban las cabezas de los leones y se extendían sus melenas, y cómo se inclinaban y se retorcían los lomos de los dragones!—; y ejércitos de soldados con uniformes blancos y grises y oficiales con entorchados dorados, que marchaban y contramarchaban y se unían en combate y se retiraban otra vez. A medida que proseguía la batalla y la persecución, cambiaban las luces del escenario, y los soldados de blancos uniformes aparecieron de color naranja y los soldados de uniformes grises parecieron ponerse otros purpúreos, mientras el telón de fondo era una llama de oro iridiscente. Luego, cuando los técnicos de la naturaleza fueron apagando gradualmente las luces, el púrpura venció y tragó al naranja, y fue siendo un malva y gris más y más profundo, y durante los últimos cinco minutos se presento un espectáculo de inenarrable tragedia y de sombrío desastre, antes de que se extinguieran del todo las luces. Y no pague un solo centavo para presenciar el mas grandioso espectáculo de toda mi vida.”

Cuando terminé la lectura de los cuatro rollos ya casi se terminaba el crepúsculo, miré sobre la arena las huellas del Maestro Kong y sin pensarlo las fui siguiendo, pisando paso a paso en cada una de ellas, y tratando a la vez de seguir su consejo; “Leer sin meditar es una ocupación inútil". Cuando llegué al bosque de pinos la oscuridad de la noche sin luna me hizo perder definitivamente su rastro. Vale.



Bibliografía.-

I.- Escrito por Tomás Rodríguez Reyes bajo el titulo LA NOVELA PERDIDA DE BORGES, 2008.

II.- Transcrito sin versos para mayor confusión del poema BOMBAY, LA PUERTA DE LA INDIA del andaluz José Lupiáñez, 1999.

III.- Tomado con algunas leves enmiendas para su mejor entendimiento del libro LOS VIAJES DE GULLIVER, de Jonathan Swift, 1726.

IV.- Copiado de LA IMPORTANCIA DE VIVIR, de Lin Yutang, 1937.


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