lunes, 29 de marzo de 2010

DE LA TINTA Y LA DECONSTRUCCION

Hace unos días, tras la muerte de Derrida, y previendo que se escribirían muchas notas sobre su vida y obra, quise entender (a nivel Reader Diget’s) lo de la “deconstrucción”. Como esperaba, en el suplemento Artes y Letras, de EL MERCURIO, domingo 17 de octubre 2004, se publicaron dos extensos artículos sobre el tema y el filósofo:

FILOSOFÍA. A PROPÓSITO DE UNA SONADA VISITA: NORTEAMÉRICA DECONSTRUIDA

y HOMENAJE. FILÓSOFO FRANCÉS: EL LEGADO DE DERRIDA

cuya presentación era:

“El filósofo nacido en Argelia, famoso en el mundo por su filosofía de análisis crítico del lenguaje, murió en Francia a los 74 años. Cinco académicos chilenos recuerdan sus principales aportes, mientras que Francois Cusset comenta el impacto de sus enseñanzas en Estados Unidos.”

Por contener variadas opiniones inicie mí exploración por el segundo articulo, (paginas E4 y E5), e iba avanzando en el concepto de “deconstrucción” con bastante buen viento hasta que llegué al texto del profesor Raúl Madrid, de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica. Ahí leí:

“El pensamiento de Jacques Derrida originó verdaderos ríos de tinta desde la publicación de De la gramatología, en 1967, hasta los últimos textos (en apariencia) más orientados a la vida contingente.”

Bien, me dije, he aquí alguien que sabe que los ríos de tinta más enturbian que aclaran. Continuando la lectura sentí la brisa empopada hinchando el velamen, cito:

“Su obra fue ocasión para el encuentro de prestigiosos especialistas, pero también para una nutrida pléyade de saltimbanquis ideológicos y oportunistas académicos que encontraron, a su alero, el mejor modo de no decir nada y resultar impunes. La maraña de estos últimos, quizás, no permitió en ocasiones llegar a vislumbrar el real valor de su propuesta filosófica.”

Perfecto, atine a predecir, el profesor no es un saltimbanqui ni un oportunista, evitara no decir nada impunemente, me rescatara de la maraña para hacerme vislumbrar la verdadera propuesta filosófica de Derrida. Reconozco mi apresuramiento, a pesar de mis años la ingenuidad aun me castiga de vez en cuando, el siguiente párrafo me lo demostró con hartura:

“Creo que el núcleo de su legado intelectual es el concepto de deconstrucción. De él se desprende una reinterpretación de la metafísica como hermenéutica, y de la hermenéutica como iteración del significante; actitud que convierte en filosofía de la presencia toda reflexión no deconstructiva.”

Nunca he leído a Derrida, ya no lo leeré, sus afanes me son ajenos, pero me quedaré creyendo que él se hubiera reído a carcajadas al ‘deconstruir’ este turbio y tortuoso arroyuelo de tinta del profesor Madrid. Vale.

F.S.R.Banda

Santiago de Chile

Especial para Revista DIALOGOS Nº 3 - Noviembre 2004

EL PREDADOR

Era bien entrada la noche. Escondido entre los densos arbustos se recostó extenuado. La luz de la luna atravesaba apenas el entramado de aquella espesura. Durmió inquieto, como adivinando una presencia perturbadora. Despertó con el leve crujido de una rama al quebrarse. En la penumbra se escuchaban ruidos feroces pero lejanos. Permaneció quieto aguzando el oído, escuchó con claridad el susurro de algo escurriéndose entre el follaje. Con los ojos entrecerrados vio acercarse como una sombra brutal la sanguinaria fiera, era negra, imponente, sigilosa. Por instinto supo que no debía moverse, ni siquiera respirar, hacerle creer que estaba muerto. La fétida cercanía tenia olor a sudor, a baba caliente, a sangre seca. Intuyó en esa sensación un residuo del terror de la ultima víctima. La inmovilidad era una tortura, le dolían los músculos agarrotados por la tensión. Con ansiedad contenida sintió la húmeda nariz recorriendo su piel, olfateando su cabeza, buscando con lentitud el cuello. En ese momento casi pudo respirar el vaho de aquel aliento feroz. Vio como replegaba los labios disponiéndose a morder, en la penumbra los colmillos resplandecieron con destellos filosos. Entonces, con un movimiento rápido, preciso, giró la cabeza abriendo sus fauces, y la atrapó.

EL ANAQUEL DE LIBROS DE ISMAEL

Conocí a Ismael Jara Bernales a fines de los ochenta, coincidimos en el mismo carro del Metro, me llamo la atención oír una conversación en que uno de los interlocutores usaba de vez en cuando algunas palabras en ingles muy bien pronunciadas, mire curioso y vi un hombrecito malvestido, con una barba de dos o tres días, que no calzaba con su voz bien modulada y ese ingles británico. La notoria contradicción hizo que lo reconociera una semana después en el café, estaba solo sentado en una pequeña mesa. Había tomado ya su express y dibujaba, así me pareció, figuras imaginarias con el dedo del corazón sobre la mesa. Al retirarme me obligue a pasar por su lado y pude observar que lo que hacia era dibujar con granos de azúcar una compleja figura geométrica circular con muchas puntas simétricas, la oscura y reluciente superficie de la mesa hacia resaltar la estrellada imagen. Me fui pensando que tamaño trabajo era el equivalente citadino de dibujar en la arena de la playa.

Fue en el club de ajedrez donde lo encontré por tercera vez. Hacia más de cuatro meses que no iba, pero esa tarde el frío de un otoño en ciernes me llevo con la promesa de pasar unas horas en la grata tibieza de un salón lleno de fumadores. En la sala habían ya a esa hora cinco mesas ocupadas con los jugadores ensimismados en los tableros, busque una mesa con algún jugador a la espera de un contendor, cerca del rincón que daba hacia la puerta lo vi sentado esperando muy derecho frente a un tablero con las piezas ordenadas.

La primera partida me la gano fácilmente, jugo una densa y complicada variante de la Defensa India del Rey, a media partida, con todas las piezas aun en el tablero, cometí un pequeño error posicional, eso le basto para desbaratar mi defensa y en doce movidas obligarme a abandonar. Movía las piezas lentamente tomándolas con los tres dedos centrales y las dejaba caer con seguridad en el tablero como confirmando una decisión irrevocable y definitiva. Jugamos tres partidas mas y solo pude lograr unas honrosas tablas en la ultima. Conociendo ya quien era quien, iniciamos una interesante conversación sobre la variante Tchigorin, me hablo de un texto, que había heredado varios años atrás del abuelo que le había enseñado a jugar, en el que dicha variante era derrotada en forma inapelable. Mi interés en el tema lo obligo a ofrecerme su préstamo. Nos fuimos caminando hasta donde vivía, una lúgubre pensión en una casona de tres pisos, con escaleras crujientes y un olor a húmeda suciedad y muy oscura.

La pieza que habitaba era pequeña, una luz sucia que entraba por una ventana grande, ajedrezada por vidrios gruesos y cartones, apenas permitía reconocer los escasos muebles. Lo primero que llamaba la atención era el un gran anaquel de color caoba lleno de libros. Se notaba que era una mueble muy viejo, pesado, y a pesar de su notoria antigüedad estaba en excelentes condiciones. Contenía unos doscientos libros, todos se veían usados y algunos muy desgastados.

Fue directamente hacia el librero y abrió la media puerta de la izquierda, y sin dudar extrajo el libro ofrecido. Me lo paso en silencio con un gesto como de que eso era todo. Me despedí agradeciendo la gentileza y prometiendo devolverlo antes de una semana.

No pude cumplir la promesa. Debí viajar fuera del país por más de un mes. Al día siguiente de mi llegada fui inmediatamente a su casa.

Cuando le explique entre disculpas que iba a devolverle el libro, me dijo que no era necesario pues ya tenía otro volumen. Le comente mi extrañeza porque el libro era una edición muy antigua y rara, lo que hacia casi nulas las posibilidades de encontrar otro igual.

-No lo encontré -me dijo, mirándome con unos ojos tristes- siempre que saco un libro y no lo repongo, el anaquel después de unos días llena el espacio vacío con otro igual.

Le sonreí, pensando que estaba siendo irónico para remarcar mi atraso en la devolución.

-Es cierto –me confirmó, y su voz denoto cierto cansancio, como si esta conversación ya la hubiera repetido infinitas veces.

-Pero eso es maravilloso –le dije entre asombrado e incrédulo.

-Pareciera -dijo- pero me ha condenado a leer para siempre los mismos libros.